Por Elios Márquez Pérez
Tlatelolco, México, DF.- En seguida, por casualidad, miré hacia arriba y vi dos bengalas surcar el cielo. Al acercarse filas de soldados por abajo de un puente que está al final de la plaza, una voz en el micrófono, exclamó: “Cálmense, esto es una provocación”. En ese mismo instante, fui empujado, me volví mirando hacia los lados y observé que, a tres o cuatro personas de distancia, un individuo siniestro, muy fuerte, alto, cubierto con una gabardina gris oscuro disparaba, contra la multitud indefensa, la carga de su pistola.
Un maremágnum de gente y disparos me envolvió. A empujones y golpes me acerqué a la escalera que quedaba a mi izquierda, mirando cómo una masa de militares subía por el cubo de la misma con pistolas en la mano, algunos disparando a mansalva y otros sólo golpeando.
Los compañeros que estaban en el barandal fueron sustituidos, en fracciones de segundo, por estos hombres y por policías de la Dirección Federal de Seguridad que, asomados al balcón, disparaban, vaciando su pistola contra la gente del mitin que se encontraba abajo, desarmada, indefensa, sorprendida y que, a pesar de ello, se acercaba al edificio Chihuahua gritando: “El consejo, el consejo”.
Alguien –fue un compañero de mi escuela- me gritó a los oídos: “Arriba “y, seguramente, al percatarse de que yo no traía mis anteojos, a empujones me hizo subir los tres primeros escalones, perseguidos los dos desde ese momento por los disparos hechos -segundos después lo sabríamos- por los soldados del Batallón Olimpia.
Subí las escaleras a saltos y en el quinto piso miré una puerta que se cerraba, a empujones me colé y tras de mí, violentamente se cerró la puerta por la que acababa de entrar a saco. Un disparo sonó a través de la hoja y, después, en las escaleras, muchos otros. Al primero de ellos me tiré intempestivamente al suelo de la habitación; una cruenta balacera se había desatado, cientos de disparos nos aturdían y nos impedían movernos. Los cristales de la ventana saltaron destrozados por los disparos de los soldados que, desde abajo, tiraban contra las ventanas y muros del edificio.
Eduardo Valle (El Búho)
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Como a las 10 de la noche, me sacaron de Lecumberri y me entregaron a los militares. Ahí, me estuvieron dando suave desde las 10 hasta las 6 de la mañana, que me regresaron. Después, me pasé una semana obrando y orinando sangre, por los golpes internos. Tenía una cortada en el escroto por un simulacro de castración. También me hicieron un simulacro de fusilamiento y luego me madrearon de dulce, de chile y de manteca. Todo lo que querían estos cabrones era que involucráramos a gobiernos extranjeros y a funcionarios del equipo de Díaz Ordaz. Ya estaba muy cerca la sucesión presidencial y querían que uno denunciara a sus compañeros, pero eso sí no se pudo.
Otra vez en Lecumberri, me metieron en una celda de metro y medio por dos metros, con planchas de acero por todos lados, y arriba, había un agujerito. Ahí me pasé un mesosote incomunicado. No nos daban de tragar más que una taza de atole en la mañana y otra en la tarde. Sin cobijas ni nada, me pusieron un bote de cuatro hojas, de esos de alcoholeros, para que hiciera mis necesidades y no me lo cambiaron nunca. ¿Sabes lo que es eso? No te lo puedes imaginar. Quedé muy jodido, la neta. Nada más oía: “¡Las diez de la noche!”, y yo, haz de cuenta que fuera un perro de Plavov. Ya vienen por mí, me van a madrear…
“PENSAR EL 68”. Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca
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-Si te agarran, te van a matar- me dijo el General Cárdenas.
-Trataré que no me agarren
-¿Qué fuerza te apoya? -Dijo-. Estás solo. No hay organización. Podrías salir del país; esperar un tiempo fuera.
-No general –le dije -, me quedo. No tengo fuerza, pero tengo la razón. Es importante que, quienes nos apoyaron en el Movimiento, sepan que seguimos aquí, luchando.
-Otros fueron al exilio sin desdoro alguno – dijo -.
-Lo sé, general – le dije -. Y los respeto, pero yo me quedo.
-Como quieras – me dijo -. ¿Cuándo puedo aclarar las cosas y decir que no está en mi casa?
-Cuando usted diga, general.
-¿Te parece bien el 6 de enero?
-Sí, señor. ¿No es probable un golpe de Estado?
-No.
-Después de lo de Tlatelolco, García Barragán hizo declaraciones como de titular del Ejecutivo. ¿No se animará a tomar el poder?
-No lo creo, pero si ocurriera, tú sabes, y ellos también, que habemos soldados que defenderemos las instituciones. Me dio un abrazo y me dijo:
-Cuídate.
Tres meses anduve a salto de mata. En abril, una de las casas que me había dado asilo, fue asaltada por la Federal de Seguridad. Quince días después, en mayo de 1969, mi refugio en Reforma 10 fue tomado militarmente, emplazando ametralladoras de tripié en las calles. Pude saltar por la barda posterior de la pequeña casa que ocupaba, pero una parte de ella se derrumbó y la polvareda me delató. Una brownie se apoyó en mi sien, hubo golpes, gritos, un mulato casi me arrancó el brazo al echármelo a la espalda, y Miguel Nassar Haro mostró su satisfacción jalándome las barbas, y dijo:
-Heberto Castillo, ¿verdad?
SI TE AGARRAN, TE VAN A MATAR. Heberto Castillo
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Para esto se requería gente que escribiera declaraciones de lo que pasaba; que éstas se mecanografiaran en esténciles, que éstos se mimeografiarán para obtener cientos y miles de volantes, que se distribuyeran entre las brigadas que, finalmente, se repartirían en todas las zonas seleccionadas. Las brigadas requerían de una organización logística que las mantuviera en acción todo el tiempo, que supieran explicar lo que decían los volantes, que le dejaran claro a la gente de la calle, por qué estaban los estudiantes en huelga, invitar a la participación directa, solicitar apoyo moral y económico. Surgió un proceso de aprendizaje sobre la marcha. Se aprendía de todos los compañeros. Se emulaba a otros comités de lucha.
Se experimentó con brigadas conjuntas entre dos o más facultades ¡En fin!, se aprendía de los errores y aciertos cometidos en las calles, en los camiones, en los parques. La fiesta se descubrió a sí misma en los mítines relámpago. Muy pocos habían participado en el movimiento médico. Sólo unos pocos más sabían que en el 58 los ferrocarrileros habían decidido detener las locomotoras, bloquear las vías, cerrar las casas redondas, para tomar las calles de ciudades y pueblos. En mi cabeza competían frases que pudiera expresar con claridad. Los esbozos de análisis eran útiles si la mayoría los comprendía y aceptaba. “Represión como la que sufrió el movimiento ferrocarrilero, compañeros, explica que en estos diez años los obreros no hayan tomado las calles, pero explica también que nazca un movimiento como el que estamos construyendo ahora. Recordemos que el gobierno reprime cuando puede, no cuando quiere. Siempre quiere”.
Santiago I. Flores.
Un soldado quedó, durante toda la balacera, a nuestro lado. Desde ahí disparaba, al igual que sus compañeros, contra algunas ventanas abiertas donde nunca pude algo parecido a un francotirador, a una figura humana. Cuando aumentó el número de heridos y su sangre fue más evidente, algunos empezaron gritar: “un médico, un médico”. Era inútil. Algunos uniformados cargaban cuerpos y atendían a sus colegas heridos, pero los civiles no parecían importarles. El soldado más cercano a nosotros, ante las reiteradas exigencias de auxilio, apuntó su arma contra un estudiante de Economía que estaba junto a él y muy quedo, pero con firmeza, le dijo: “cállese o lo mato”.
Se me ocurrió, estúpidamente, que debíamos tener un testimonio de lo que estábamos viendo y empecé a gritar: “¡Una cámara, una cámara. Hay que tomarles una foto para que luego no nos acusen a nosotros!”.
Una voz susurró mi apellido a dos cuerpos de distancia: “Musacchio, Musacchio”. Cuando oí mi nombre me supe identificable y de nuevo me atenazó un pavor ineludible. Sin embargo, la insistencia no me dejó abandonar el interés documental:”No te hagas, hombre, ya sé que eres Musacchio, de Economía”. Me volví hacia la voz, desconfiado, y vi a Carlos Díaz de la Vega, un brigadista muy conocido, quien me alargaba trabajosamente una cámara, al mismo tiempo que me advertía, “pero no tiene rollo”.
Humberto Musacchio
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Nada le dice lo evidente: la debilidad numérica y política del Partido Comunista; la legión de infiltrados y provocadores la fuerza de los aparatos de seguridad nacional; la escasa o nula penetración de la izquierda política en la sociedad; el sectarismo autodestructivo de los militantes. Díaz Ordaz no atiende estos datos. Lo suyo es la cacería de señales. ¿Quién le niega a Díaz Ordaz su papel central en el 68? Abogado poblano, oscuro agente del Ministerio Público en San Andrés Chalchicomula o Ciudad Serdán, político menor, intrigante habilísimo, de dureza y estilo cortante, burócrata con gran sentido de la oportunidad, Díaz Ordaz maneja una plataforma de arribo consistente en una persona: el presidente López Mateos, que le nombra secretario de Gobernación y lo entrena para el relevo.
Y la solución al conflicto es la inflexibilidad. Para el autócrata, lo que no es alabanza es ruiderío amenazante o ininteligible. Díaz Ordaz asegura no tenerles rencor a sus víctimas. Ni ese vínculo merecen. Han creído agraviar a la persona y se toparon con la institución. A él no lo agreden, sabe quién es, siempre lo ha sabido. “La injuria no me ofende. La calumnia no me llega. El odio no ha nacido en mí”.
Cuando proyecta el gran castigo del 2 de octubre (no toma la decisión solo, no la toma acompañado), lo hace porque en su lógica ceder a la protesta es compartir el mando, y si en su fuero interno es una persona sencilla, su rango de Mexicano de Excepción (por voluntad expresa de los mexicanos comunes) lo hace trascender la condición del individuo, volviéndose representación viva, mientras dure en su encomienda, de lo más hondo de las entrañas de la Nación. Lo que murmuren sobre él lo perdona, pero lo que digan aquí y allá sobre el Poder Ejecutivo ofende todos……….
Carlos Monsiváis
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La voz me sale hueca,
La saliva me sabe a sangre
Quisiera un relámpago en la voz
Para incendiar las tinieblas
El símbolo el desprecio y los dioses agonizan
El águila se para sobre la mierda
El hombre tiene náusea y no se encuentra
Sí, porque mientras los muros vomitaban sangre,
mientras nacía el imperio de las ametralladoras,
mientras las muelas masticaban muerte,
las edecanes agitaban lechos en la Villa Olímpica,
los atletas desayunaban estiércol
y la gente comía viandas de prestigio y novedad.
Marco Antonio Campos.
“Me acababa de casar. Compré la casa en julio…Nos atrajo el mitin y nos asomamos los tres a la ventana. Un helicóptero volaba encima de la plaza y se dirigía hacia la torre de Relaciones. Por ahí salieron dos luces de bengala”.
Sofía Serrano vio dos helicópteros y alcanzó a distinguir dos hombres en cada uno. “Bajaban hasta el ras de la azotea, frente al edificio. Se fueron hacia la torre de Relaciones y de uno de ellos salieron dos luces, no sé si rojas o verdes”.
“También vi caer sobre el pasto a uno de los soldados _que todavía no disparaban- y la artillería de los transportes que estaban estacionados encima del puente, comenzó a responder. Con mis parientes, me metí al último cuarto porque empezaron a entra balas por las ventanas”.
Durante la balacera, una mujer dio a luz atrás de un refrigerador, en el restaurante que estaba donde ahora hay una farmacia, en el edificio 2 de abril, contiguo al Chihuahua. Chofi lo recuerda porque sus vecinos, varios días después, le comentaron que no habían podido ir por ella para auxiliar a la parturienta.
La señora Valencia, que se encontraba ya en su departamento, se acordó de que no había recogido el dinero del día en su platería. Bajó. Pasó entre los soldados y civiles que disparaban, y decenas de personas detenidas que trataban de protegerse de las vals tras los elevadores y contra la pared. Llegó al local dando la espalda a la plaza; lo abrió y, cuando sacaba su dinero del cajón, cayó fulminada por un tiro.
A otra vecina la hirieron en un talón. A otra del sexto piso, lisiada, cuando se arrastraba por la sala de su casa para refugiarse en otra habitación, “del helicóptero le dispararon en una nalga”. A otro vecino se le alojó una bala en el tórax; a otro le dieron un rozón y, a un matrimonio que al día siguiente se fue y nunca volvió, le mataron a su hijo.
“Me identifiqué con un soldado y me acompañó a buscar a mi hija. Dentro y fuera del edificio había policías con guantes, pañuelos y otros trapos envolviéndoles una mano. Cuando regresé con mi hija, vi que de la plaza bajaban cuerpos, arrastrándolos, y los echaban al sótano del Chihuahua”.
“Vi un montón de gente tirada, tal vez doscientas personas, no sé si muertas, heridas o simplemente tiradas”.
“El departamento estaba inundado y, chapaleando, hice una maleta. Estaba en eso cuando llegaron más militares, uno de ellos cortó cartucho y gritó que le entregara la “propaganda”; le dijimos que no había ninguna, revisó mi maleta y, con su rifle apuntándome siempre, nos dejó ir. De pronto me di cuenta de que mi salida no era la única. Era como la huida ante los nazis. Muchos vecinos llevaban envueltas en sábanas sus pertenencias; sus ropas, sus juguetes y sus cacerolas. Me fui a Polanco, a casa de una amiga, y volví hasta pasado un mes. En el primer aniversario de la matanza, José Antonio Alcaraz recibió en su departamento una invitación girada por el Partido Revolucionario Institucional y el Banco Nacional de Obras y Servicios Públicos, a todos los residentes del edificio para ver una película en el cine Olimpia”.
1968, El principio del Poder, Carlos Marín
eliosedmundo@hotmail.com
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martes, 2 de octubre de 2012
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2 de Octubre No se Olvida…
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