Millones lo siguen apoyando, pero también millones lamentan el voto que le otorgaron.
Por 14 años se cansó de despotricar contra el presente y de
prometer un fabuloso futuro. Fue incansable recorriendo el país, igual de imbatible
en su demagogia. Paulatinamente el mesiánico perdió más el piso mientras se
extendía su inacabable campaña. Todo sería sencillo cuando por fin ganara la
elección y se calzara la banda presidencial porque solo era cuestión de ser
austero y honesto. Nadie había recorrido México como él, solo él había podido
encontrar las soluciones a los grandes problemas de la nación. Se convirtió en
el príncipe del diagnóstico simplista y la solución fantasiosa, que predicaba
infatigable. Finalmente encontró numerosos oyentes, muchos porque creyeron
ingenuamente que nadie podría ser más inepto o más corrupto.
A tres años y medio en el poder, el demagogo autoritario no
tiene más remedio que enfrentarse a la realidad, por más que le guste evitarla.
Presumía que todo era sencillo, no era ninguna ciencia, solo era cuestión de
tener la autoridad moral que significaba el apoyo del pueblo. Hizo de sus
caprichos política pública y de sus delirios, grandes proyectos de
infraestructura. Pensó que todo funcionaría porque así lo había ofrecido, ya se
encargaría la realidad de amoldarse a sus palabras.
Como eterno candidato, las promesas no tenían plazo. Igual
se creyó que ese pueblo que tanto lo amaba le permitiría reelegirse, y tendría
muchos años para ejecutar sus visiones. Millones lo siguen apoyando, pero
también millones lamentan el voto que le otorgaron. El año pasado perdió la
posibilidad de cambiar la Constitución a placer, hace pocas semanas se le
ninguneó en ese revocatorio que esperaba fuese ratificación arrolladora. Las redes
sociales que tanto le ayudaron de candidato hoy reproducen su ineptitud y las
numerosas corruptelas de sus familiares y colaboradores. El triunfal sexenio
que no se cansó de imaginar se le deshace entre las manos.
En sus fantasías, al triunfo aplastante en la elección
intermedia debía seguir el cuarto año de las obras extraordinarias, muestras
concretas del genio que habita Palacio Nacional. En cambio, el tabasqueño no
puede cerrar los ojos ante los desastres que promovió. El primero ha sido el
aeropuerto que mandó construir contra los consejos de todos los expertos. Se le
advirtió que sería una catástrofe, pero terqueó que sería maravilloso. Ahora
trata de forzar vuelos en una terminal aérea sin concluir y pésimamente
conectada.
Será peor con la refinería, a la que no podrá forzar a
producir una sola gota de gasolina este año, y quizá tampoco en lo que resta
del sexenio. Miles de millones de dólares hundidos en lo que fue un manglar,
porque dictó que ahí se construiría. Peor calamidad será el Tren Maya. Desastres
ecológicos y pozos sin fondo de recursos que debieron usarse en vacunas,
quimios o escuelas.
A medida que avance más el sexenio, López Obrador seguirá
acumulando frustración y resentimiento. Como ya ocurre hoy, el odio que lo
caracteriza seguirá erupcionando, buscando justificarse, pretendiendo encontrar
a otros para culparlos. Como López Portillo en los cierre de su gobierno, los
pataleos de desesperación ante el colapso empeorarán la destrucción. El
apasionado de la historia, el mesiánico que se cree el gran transformador de
México habrá entendido, al no poder evadirse de la realidad, que su legado será
uno de retroceso, polarización, destrucción y fracaso. Un ser enloquecido que,
como tantos autoritarios, arrastrará al país en su caída personal.
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