El domingo 20 de noviembre de 1910, desde las seis de la tarde, iniciaba el levantamiento armado convocado por Francisco I Madero para poner fin al gobierno de Porfirio Díaz, y establecer elecciones libres y democráticas.
Revolución Mexicana, el gran movimiento social del Siglo XX
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La Revolución y la Constitución de 1917 tuvieron tres compromisos sociales: la reforma agraria para los campesinos; derechos laborales y beneficios sociales para los trabajadores, y una educación estatal laica y gratuita para toda la población. Y también tuvieron tres enemigos mayores: los hacendados, que virtualmente desaparecieron, la Iglesia católica y Estados Unidos. El Estado creado en 1920 se definía por un liderazgo de clase media revolucionaria pero no radical, con numerosas bases populares, comenzando por los restos del villismo y el zapatismo. Atrás habían quedado los diez años de liderazgos de élite, con Madero y Carranza, y de reducidos apoyos sociales. Así fue nuestra Revolución…
La Revolución de 1910 es el proceso social más importante de la historia moderna y contemporánea de México, y de toda la historia latinoamericana de la primera mitad del siglo XX, hasta la Revolución cubana. Su importancia no radica en las promesas incumplidas sino en los cambios logrados; también depende de su naturaleza militar y política, de sus propuestas sociales, de su posición ideológica, su impacto cultural, su relevancia internacional y hasta de su carácter épico e icónico.
Como todas las revoluciones, la mexicana tuvo diferentes componentes y etapas, y fue causada por la crisis total del régimen precedente. Este fue un periodo dominado por un mismo gobierno durante 34 años, de 1877 a 1911, conocido como Porfiriato por haber sido encabezado unilateralmente por el longevo general Porfirio Díaz (1830-1915), quien inició su prolongada carrera pública en las guerras entre liberales –grupo al que perteneció– y conservadores de mediados del siglo XIX. De hecho, el siglo XIX mexicano había sido muy problemático e inestable hasta que Díaz llegó al poder. Algunos historiadores “canónicos” lo llaman “el periodo de la anarquía”: la guerra de independencia frente a España, de 1810 a 1821; la pérdida de Texas, entre 1835 y 1836; la guerra con Estados Unidos, de 1846 a 1848, que implicó la pérdida de la mitad del territorio nacional, y la Intervención francesa, de 1862 a 1867; además de constantes rebeliones y cuartelazos, lo que se tradujo en un centenar de diferentes gobiernos, de todo tipo de definiciones ideológicas y de estructuras gubernamentales.
Por primera vez en el siglo XIX, Porfirio Díaz logró imponer estabilidad y orden. Con ello se obtuvo, también por primera vez, un apreciable y prolongado crecimiento económico, lo que dio lugar a la aparición de clases medias modernas y de trabajadores industriales. Sin embargo, el modelo económico imperante era oligárquico y neocolonial, basado en las grandes propiedades agropecuarias de pocas familias y en los negocios industriales, ferroviarios, mineros y petrolíferos de inversionistas extranjeros vinculados a los principales políticos del país.
Desgraciadamente, el crecimiento económico no dio lugar a un desarrollo social paralelo; al contrario, se padeció una abismal desigualdad. Para colmo, el sistema político no mostró modernización alguna: la Constitución era ignorada; la división de poderes dio paso a un dominio absoluto del poder Ejecutivo; una tremenda centralización del poder acabó con cualquier forma de federalismo; desapareció la libertad de prensa, lo mismo que las contiendas electorales, pues la estabilidad política se hizo sinónimo de continuidad, basada a su vez en un reeleccionismo generalizado e indefinido, lo que a la postre trajo el envejecimiento del aparato político y el rechazo de un par de generaciones de jóvenes aspirantes a diversos puestos públicos. El enojo y la oposición se fueron incubando.
Por si todo esto fuera poco, con el envejecimiento de Porfirio Díaz –para 1910 tendría ochenta años–, sus dos principales grupos de colaboradores, los Científicos y el del general Bernardo Reyes, se enfrentaron entre sí por la herencia del mando. En rigor, hacia 1904 Díaz creó la vicepresidencia y eligió para el puesto a un miembro del grupo de los Científicos, lo que provocó que los reyistas se convirtieran en oposicionistas, pero opositores experimentados y legitimados. Por su parte, la creciente clase media exigió el cumplimiento de los principios liberales, de los que Díaz se había alejado, y la democratización del sistema, comenzando por la no reelección del anciano gobernante. A su vez, el también creciente proletariado exigió beneficios económicos y derechos laborales, a lo que Díaz se mostró renuente, provocando así los aguerridos movimientos de los mineros de la población fronteriza de Cananea (Sonora), a mediados de 1906, y de los trabajadores textiles de Río Blanco, cercano al estratégico puerto de Veracruz, a principios de 1907. La doble represión evidenció que Díaz no era capaz de resolver los problemas traídos por la modernidad. Ese grave anacronismo también se evidenció con su rechazo a cualquier concesión al movimiento opositor antirreeleccionista, cuyo líder, Francisco I. Madero, miembro de una de las familias más acaudaladas del noreste del país, fue incluso encarcelado en pleno proceso electoral.
A finales de 1910, luego de la séptima reelección de Díaz, Madero escapó de la prisión y convocó a la lucha armada con el Plan de San Luis Potosí. Al principio su llamado no tuvo eco, pues sus simpatizantes antirreeleccionistas no tenían el perfil social adecuado para tomar las armas: la mayoría pertenecía a la clase media urbana, dispuesta a la oposición política pero no a la rebelión, aunque puede decirse que los pocos trabajadores que habían apoyado a Madero estaban más dispuestos a radicalizarse.
Paradójicamente, comenzó a conformarse un movimiento armado que podría ser considerado ajeno a Madero. Con ese cambio fundamental se pasó de un movimiento pacífico de oposición política a una revolución. En efecto, sectores populares rurales que no habían participado en la oposición antirreeleccionista, básicamente urbana, tomaron las armas sobre todo en los estados norteños de Chihuahua –el más activo–, Coahuila y Sonora, aunque luego fueron seguidos por grupos campesinos de los estados de Morelos, Puebla y Guerrero, en el centro-sur del país. Sus procedimientos eran los que usan los guerrilleros: grupos pequeños, ataques imprevistos, dispersiones y reunificaciones constantes. Los nombres de sus líderes comenzaron a ser conocidos: Pascual Orozco, Pancho Villa y Emiliano Zapata. Enfrente tenían al Ejército federal, con una oficialidad envejecida, compuesta por compañeros de Díaz, y con soldados inexpertos por los más de treinta años de paz interior y exterior. Esto explica que en seis meses Díaz fuera vencido y aceptara renunciar a su amada silla presidencial a mediados de 1911.
Dado que el rico hacendado Madero no se identificaba ni confiaba en sus soldados de origen popular, prefirió disolver dicho ejército luego de la renuncia de Díaz. Asimismo, aceptó que un colaborador de este asumiera la presidencia provisional, la que tendría un solo objetivo: organizar nuevas elecciones, pues los fraudulentos comicios de 1910 fueron en la práctica anulados con las renuncias del presidente y del vicepresidente. La salida de Díaz y la llegada de Madero no resolvían los reclamos de los sectores populares que habían tomado las armas. Los zapatistas, por ejemplo, lo que buscaban era recuperar sus tierras, y decidieron mantenerse en rebeldía hasta lograrlo.
Madero pronto sabría, trágicamente, que era más fácil derrocar un gobierno que construir uno nuevo. Asumió la presidencia a finales de 1911, pero carecía de la mínima experiencia gubernamental en tanto que procedía del sector empresarial. Su gobierno fue débil y errático y pronto quedó completamente aislado. Padeció serias oposiciones legales, en el Congreso y en la prensa, pero también sufrió graves oposiciones ilegales, con al menos cuatro rebeliones importantes en menos de un año. Seguramente las causas de estas fueron sus propuestas de reformas políticas, económicas y sociales, consideradas por las élites como un inaceptable precedente, o moderadas e insuficientes por los sectores populares, que se sintieron traicionados. De las cuatro principales rebeliones antimaderistas, dos fueron encabezadas por miembros de la élite política: una por el propio general Reyes y la otra por un sobrino de don Porfirio, Félix Díaz; ambos buscaban recuperar el poder. Los dos alzamientos populares tuvieron causas sociales: los zapatistas reclamaban tierras y los orozquistas diversas reformas sociales.
De todas estas rebeliones, la orozquista fue la de más grandes dimensiones y la de mayores consecuencias. Dado que en esta se levantaron enormes contingentes de veteranos de la lucha contra Díaz, Madero decidió que el ejército gubernamental fuera fortalecido con contingentes similares de veteranos de la lucha contra Díaz que se habían mantenido leales a él. Se les llamó fuerzas “irregulares” o Cuerpos Rurales, y entre ellos destacaron Pancho Villa y ÁlvaroObregón. El resultado fue triple: los orozquistas fueron derrotados a mediados de 1912; el Ejército federal renovó su oficialidad, recuperó la moral perdida y adquirió un nuevo caudillo, Victoriano Huerta; por último, los Cuerpos Rurales –también llamados “auxiliares”– se mantuvieron organizados y armados, con vínculos con Madero y con los gobernadores maderistas norteños. Así se formaron los dos grupos que se enfrentarían en la siguiente fase de la lucha.
Si bien Madero pudo derrotar estas cuatro rebeliones, sucumbió a un cuartelazo del renovado Ejército federal, con Huerta a la cabeza. Madero fue derrocado y asesinado en febrero de 1913. En el cuartelazo concurrieron, además del Ejército federal, la anterior clase política porfiriana y el embajador estadounidense Henry Lane Wilson, también molesto por las reformas iniciadas por Madero. Los golpistas pronto obtuvieron el respaldo de los empresarios y los hacendados. En cambio, perdieron el de Estados Unidos, pues por entonces llegó a la presidencia Woodrow Wilson, del Partido Demócrata, con una actitud distinta respecto a México, mucho más sensible y atinada.
La lucha contra el cuartelazo de Huerta marca el inicio de la segunda etapa de la Revolución mexicana, llamada constitucionalista en tanto su objetivo era restaurar y aplicar la Constitución –de 1857–, interrumpida con la usurpación huertista. La lucha se estructuró a partir del Plan de Guadalupe, de finales de marzo de 1913, que creaba el Ejército Constitucionalista y asignaba su jefatura a Venustiano Carranza, gobernador de Coahuila y el único con experiencia política dentro del grupo maderista, pues había sido hasta senador durante el Porfiriato, vinculado al grupo reyista. El contingente que encabezó era propio de su carácter y entorno de gobernador, y pronto se expandió a los otros estados del noreste. Los segundos mandos eran sus principales colaboradores y varios políticos cercanos. Las “bases” –o soldadesca– eran los “auxiliares”, “irregulares” y Cuerpos de Rurales locales, junto con algunos trabajadores, numerosos mineros y ferrocarrileros, así como vaqueros, habitantes de las comunidades rurales y miembros de la burocracia baja de la región. Comprensiblemente, su aportación fue más política y administrativa que militar.
El Ejército Constitucionalista contaría con otros dos grandes contingentes. El Cuerpo de Ejército del Noroeste encabezado por Álvaro Obregón y demás jefes sonorenses: Ignacio Pesqueira, Adolfo de la Huerta, Benjamín Hill, Salvador Alvarado, Plutarco Elías Calles y Manuel Diéguez, entre otros; todos ellos miembros de la clase media –rural o urbana– salvo Diéguez, antes líder obrero en Cananea. El objetivo era conservar los puestos políticos que habían conquistado con el triunfo maderista contra Díaz. A su vez, las “bases” también eran los “auxiliares”, “irregulares” y Cuerpos Rurales, junto con ferrocarrileros, vaqueros, agricultores y empleados bajos. Dos elementos las diferenciaban de los soldados de la zona del noreste, la de los llamados carrancistas: en Sonora se contó con los politizados mineros de Cananea y con los indios yaquis y mayos, ambos habilísimos soldados.
Por último, en el norte central se conformó la División del Norte, jefaturada por Pancho Villa, cuyos principales lugartenientes también eran de origen social popular, algunos incluso con antecedentes de bandidismo como el propio Villa, y notoriamente su compadre Tomás Urbina. La soldadesca la conformaban, sobre todo, “auxiliares”, “irregulares” y Cuerpos de Rurales, junto con vaqueros, agricultores, mineros, ferrocarrileros y empleados de las compañías madereras. En Chihuahua destacó la incorporación de muchos veteranos de las colonias agrícola-militares, creadas en el siglo XIX para poblar la zona y para combatir a las tribus originarias hostiles. Si bien su experiencia política y administrativa era prácticamente nula, su capacidad militar era enorme. Además, aportaron su carácter popular, lo que dio lugar a apoyos masivos al movimiento.
La composición social de estos ejércitos norteños permite una doble comparación: entre ellos y respecto a sus antecesores de 1910. Así, el del noreste –o carrancista– tenía líderes de la élite política local, comenzando por el gobernador; la del noroeste –o sonorense– tenía líderes de la clase media con escasa experiencia política, y los villistas eran de extracción popular, sin experiencia política alguna. De otra parte, comparado con lo sucedido en 1910 en su propia región, en el noreste hubo un claro cambio entre Carranza y Madero: uno era de la élite política local y el segundo de la élite económica nacional. En Sonora, Obregón y demás miembros de la clase media no eran comparables con el líder de la lucha local en 1910, el gran hacendado José María Maytorena. Por último, Villa era del estrato popular, distante del origen clasemediero de los líderes chihuahuenses de 1910, Abraham González y, en cierto sentido, Pascual Orozco. En síntesis, la lucha de 1913 fue más compleja socialmente, con contingentes de naturaleza distinta, y más extensa en términos geográficos. Asimismo, en sus tres regiones la lucha de 1913 tuvo muchos más contingentes socioeconómicamente inferiores a los habidos en 1910.
Indudablemente, también hubo grupos rebeldes, de diferente naturaleza, en muchas otras partes del país, como Sinaloa, Tepic y Michoacán, o Veracruz e Hidalgo, pero sobre todo en Morelos, Puebla y Guerrero, donde predominó el movimiento zapatista, en armas desde 1911 con su agrarista Plan de Ayala, el que se radicalizó para la lucha contra Huerta. Ante un ejército tan numeroso, extendido, capaz y suficientemente pertrechado, y ante el abierto rechazo del presidente Woodrow Wilson, es comprensible que Huerta haya sido vencido a mediados de 1914.
El triunfo del Ejército Constitucionalista sobre Huerta dio lugar a la tercera etapa de la Revolución mexicana. En efecto, luego de unos fallidos intentos de avenimiento entre las principales facciones revolucionarias vencedoras, a principios de 1915 estalló otra vez la violencia, con el fin de dilucidar qué proyecto de desarrollo se imponía al país. Para dicha lucha se hicieron nuevas alianzas, con base en una evidente identidad social. Por el bando constitucionalista quedaron los ejércitos de Carranza y de Obregón, con orígenes de clase media y con una visión de Estado y de país más madura y comprehensiva. En el otro bando, llamado convencionista, quedaron los ejércitos del norteño Villa y del sureño Zapata, ambos de extracción popular, aunque con características propias.
Si bien en un principio se vaticinó el triunfo convencionista, por el poderío de la División del Norte y el temor que infundían los zapatistas, lo cierto es que antes de que finalizara 1915 ya habían triunfado los constitucionalistas de manera clara y contundente. Las razones de ello no fueron únicamente militares, como el encarecimiento de armas y municiones para la División de Norte por el inicio de la Primera Guerra Mundial o el uso de alambradas de púas por los carrancistas y obregonistas, que resultó mortal para las caballerías villistas. También los factores económicos favorecieron a los constitucionalistas, pues controlaban las zonas de extracción de petróleo, que se hizo estratégico por el conflicto europeo; en cambio, los convencionistas ocuparon Ciudad de México, muy costosa de mantener. Sobre todo, mientras los constitucionalistas tuvieron una exitosa estrategia para aumentar sus bases populares sin amedrentar a las clases medias, los villistas y zapatistas mantuvieron posiciones sociales y geográficas excluyentes, lo que los condenó a quedar aislados. Para colmo, ni siquiera su alianza funcionó, pues los zapatistas no cooperaron con los villistas en aquella guerra de facciones, debido a su visión localista.
Durante todo ese conflicto, Estados Unidos había adoptado la postura de watchful waiting –“vigilante espera”– para reconocer diplomáticamente al grupo vencedor. Este resultó ser el constitucionalista, por lo que Washington le extendió el reconocimiento de facto en octubre de 1915. Carranza destinó el año siguiente a aumentar y consolidar su dominio en todo el país, y a finales de 1916 convocó a un Congreso constituyente de alcance nacional que promulgó la Constitución de 1917. Esta fue una carta magna de guerra, hecha por los ganadores, y estableció la normatividad fundamental y la estrategia de desarrollo que tendría México a partir de entonces. Así había sucedido con la Constitución de 1824, luego de lograrse la independencia del país, y en 1857, luego de la primera victoria –en la rebelión de Ayutla– de los liberales sobre los conservadores.
Sin duda, la Constitución de 1917 fue elaborada a partir de los compromisos políticos y las propuestas socioeconómicas hechas durante los siete años de lucha, aunque ciertamente se recuperaron varios planteamientos hechos desde 1906 por los principales precursores de la Revolución mexicana, los llamados magonistas –por su líder Ricardo Flores Magón–, en su visionario Programa del Partido Liberal Mexicano. Con base en dicha Constitución, el país sería gobernado por una clase media revolucionaria con estrechos vínculos con los campesinos y obreros, que quedaron ciertamente subordinados pero que obtuvieron apreciables beneficios políticos y socioeconómicos, como reparto agrario y derechos laborales.
Se impone una tercera comparación: en 1920 Carranza fue derrocado, en la llamada revuelta de Agua Prieta, por los revolucionarios de Sonora. Aunque eran miembros del mismo grupo de los constitucionalistas, Carranza había sido parte del Porfiriato, en la facción reyista. Además, nunca había simpatizado con la protagónica y fundamental participación de los villistas y los zapatistas. En cambio, los sonorenses, y sus múltiples aliados en todo el país, procedían de una joven y nueva clase media, sin mayores ligas con el antiguo régimen. Sobre todo, estaban conscientes de que tenían que hacer alianzas con los sectores populares, cambiando concesiones sociales por apoyo político. Así, el Estado creado en 1920
se definía por un liderazgo de clase media revolucionaria pero no radical, con numerosas bases populares, comenzando por los restos del villismo y el zapatismo. Atrás habían quedado los diez años de liderazgos de élite, con Madero y Carranza, y de reducidos apoyos sociales. No es un reclamo contra la Revolución mexicana, mucho menos una diatriba, pero ¡así fue nuestra Revolución!
El inicio de la Revolución mexicana puede ser fechado en 1910. Sin embargo, precisar su terminación es un problema historiográfico serio. Algunos veteranos de la lucha, junto con algunos historiadores, sostienen que la fecha correcta es 1917, porque ese año se promulgó y puso en práctica la nueva Constitución, que dictaba los cambios políticos y los compromisos sociales que caracterizarían al nuevo Estado mexicano. Otros sostienen –como yo– que 1920 es una fecha más adecuada, porque fue ese año cuando tomó el poder una facción revolucionaria, procedente del noroeste del país y que se puede caracterizar como clase media, la cual estaba dispuesta a iniciar las concesiones sociales a los sectores populares y a integrarlos en el aparato político de sus respectivas regiones. También hay quienes sostienen que 1929 es la fecha correcta, porque ese año llegaron a un acuerdo los principales grupos y facciones revolucionarias, creando su partido político, el Partido Nacional Revolucionario, pues las elecciones de 1920, 1924 y 1928 habían terminado en rebeliones y violencias entre los sectores revolucionarios que aspiraban a la presidencia. También en 1929 se firmó la paz con los cristeros, que habían sostenido una rebelión religiosa desde 1926 en el centro-occidente de México. Así, 1929 fue el año de la paz. Por último, hay quienes sostienen que el proceso revolucionario terminó en 1940, con el final de la presidencia de Lázaro Cárdenas, que fue cuando se pusieron en práctica las medidas más radicales de la Revolución mexicana: reforma agraria, apoyo al movimiento obrero, expropiación de la industria petrolera y hasta educación socialista.
Cualquiera que sea su fecha límite, puede decirse que las consecuencias y secuelas de la Revolución mexicana fueron decisivas: desapareció el Estado gobernado por la dictadura personal de Porfirio Díaz y basado en una estructura oligárquica de latifundistas, para ser sustituido primero por un gobierno de militares revolucionarios y luego por un partido político de veteranos de la lucha armada, que gobernó al país por el resto del siglo XX y que desde 1946 tiene el nombre de Partido Revolucionario Institucional (PRI). Significativamente, a causa del estrepitoso fracaso de Madero, sus sucesores en el mando revolucionario no asumieron sus afanes democráticos, sino que establecieron un gobierno autoritario… y notoriamente corrupto. Al respecto recuérdese la cínica frase de Álvaro Obregón, presidente del país entre 1920 y 1924, de que “no había general que aguantara un cañonazo de cincuenta mil pesos”.
En términos ideológicos, la Revolución mexicana y la Constitución de 1917 tuvieron tres compromisos sociales y tres enemigos mayores. Los compromisos fueron la reforma agraria para los campesinos; derechos laborales y beneficios sociales para los trabajadores, y una educación estatal laica y gratuita para toda la población. Los enemigos fueron los hacendados, que virtualmente desaparecieron, la Iglesia católica y los Estados Unidos. Respecto al segundo, la sociedad mexicana, abrumadoramente católica, tiene desde entonces un gobierno laico con algunos ribetes de jacobinismo, lo que explica la Guerra cristera de 1926 a 1929 en el centro-occidente del país. Respecto a los Estados Unidos, otra paradoja: a pesar de haber sido una revolución con claras y constantes expresiones nacionalistas, y sobre todo antiyanquis, lo cierto es que la Primera Guerra Mundial, o Gran Guerra europea, hizo que los países contendientes –vencedores y vencidos– quedaran muy debilitados, lo que permitió a Estados Unidos emerger como el país más influyente del mundo desde 1920, en especial ante sus vecinos mexicanos.
Finalmente, a partir de su revolución, México creó una nueva cultura, impulsada por el educador José Vasconcelos, de antecedentes maderistas y luego de militancia convencionista. Dicha cultura, nacionalista y popular –piénsese en el muralismo y en la literatura mexicana posrevolucionaria–, dio al país una nueva identidad y puso como principal protagonista histórico a las masas populares, con sus icónicos líderes Villa y Zapata, aunque en la realidad tuvieron un papel subordinado. En efecto, la Revolución mexicana fue menos radical, en términos ideológicos y programáticos, que la Revolución cubana, cincuenta años posterior.
En la segunda mitad del siglo XX los gobiernos emergentes de la Revolución comenzaron a mostrar sus limitaciones: eran autoritarios, corruptos y se habían alejado de los principios revolucionarios. Comenzaron a surgir movimientos oposicionistas, como el de los estudiantes en 1968 y las guerrillas de los años subsiguientes. Sobre todo, sobrevino la escisión del PRI a finales de los años ochenta, con la creación del Partido de la Revolución Democrática, que unificó a la “izquierda” mexicana –socialistan o comunista– con aquellos grupos desilusionados del PRI que creían que la Revolución mexicana era todavía un proceso vivo, con ideales claros y con compromisos que cumplir. A partir de 1997 han conservado el dominio de Ciudad de México. Asimismo, las recurrentes crisis económicas de esos años hicieron que numerosos sectores de las clases medias también buscaran un cambio electoral, lo que explica los triunfos del moderado Partido Acción Nacional en 2000 y 2006.
Por último, y como consecuencia de la corrupción, la desigualdad y la violencia, en el reciente 2018 arrollaron en las elecciones nacionales los amplios cuadros del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), bajo el carismático aunque divisor liderazgo de Andrés Manuel López Obrador. La historia está ligada siempre al presente y es un proceso cambiante e interminable: ¿estamos ante un renacimiento de la Revolución mexicana, cien años después? El futuro, juez de la Historia, pronto nos lo dirá.
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