La escritora publica ‘Feminismo silencioso’, un relato de su resistencia los últimos seis años: cuando no se encuentra acomodo, “divorciarse es una buena decisión”, reflexiona.
Beatriz Gutiérrez Müller (Ciudad de México, 55 años),
escritora, académica, especializada en literatura, historia y filosofía, ha
llevado en los últimos seis años el título más pesado: esposa
del presidente de México. El foco público, indeseado, se posó sobre ella y
ha tratado de evadirlo recluyéndose en la esfera privada, al refugio de la
familia y sin renunciar a sus actividades académicas e investigadoras de
siempre. De las atribuciones tradicionales de la compañera de un presidente ha
optado por atender solo aquellas que respondían a las costumbres, la ley y la
ética y a cumplir con ciertos encargos de Andrés Manuel López Obrador como una
ciudadana más. Lo cuenta en Feminismo silencioso, su último libro, editado
por Planeta, una “autoentrevista” sobre su paso por el Palacio Nacional donde
manifiesta que se ha sentido “harta de tener tantas responsabilidades y no
poder descansar”, pero lo dice ya “sin rabia, porque esta vuelta está por terminar”.
Explica también que las “condiciones extremas” de un puesto como ese, donde no
siempre una puede ser dueña de sí, impelen a veces a retirarse: “Confieso que
en más de una ocasión esta posibilidad ha pasado por mi mente, pero, hasta
ahora, he podido sobrevivir a los intentos de rapto de mi voluntad”. Si la
pareja no se acomoda a las nuevas responsabilidades, dirá un párrafo
después, “divorciarse
es una buena decisión”.
Cuando alguien escribe un libro, normalmente pasa un periodo
de entrevistas de promoción, pero Gutiérrez Müller no se ha prestado a ello,
escaldada, como se infiere del texto publicado, de las entrevistas que concedió
y no se publicaron, de sus actividades públicas como académica que no tienen
eco y del afán de los reporteros por indagar en aquellos aspectos
presidenciales que no quiere contar, explica el texto. Definitivamente, nunca
quiso calzar los zapatos de primera dama y a argumentar eso dedica buena parte
de las 250 páginas. Apenas aterrizada en “el museo” donde vive, una de las
concesiones al cargo de su marido, este le recomendó visitar al entonces presidente
de la Suprema Corte, Arturo Zaldívar, a quien le presentó un buen
pliego de preguntas sobre sus obligaciones, las atribuciones legales, las
funciones que no podía rechazar, las actividades que sí podía desempeñar sin
entrar en colusión con su puesto y hasta dónde podía proteger a su hijo,
adolescente, de la mirada pública. No encontró prácticamente nada que le
impidiera seguir en la Universidad de Puebla, ni obligaciones constitucionales;
del mismo modo, ha tratado de preservar a Jesús Ernesto López Gutiérrez del
ruido (real y metafórico) que rodea al palacio presidencial, como corresponde a
cualquier menor de edad, pero no lo ha conseguido del todo. La familia y la
crianza del hijo es algo de suma importancia para ella, como explica en el
libro.
“Me propuse ser parte de la transformación del país con la
actitud y los hechos, no con discursos”, escribe, convencida de que ser primera
dama es un título machista y de supremacía sobre el resto de mujeres del país,
y que, si alguna obligación conlleva, debería estar regulada legalmente, opina,
más allá de las tradiciones que se han forjado con el tiempo en cada país a
medida que las esposas de los presidentes dejaban su impronta. “No hay
matrimonio presidencial, no hay pareja presidencial”, dirá. Declara su aprecio
por Irina Karamanos, que
se separó del presidente chileno Gabriel Boric, después de pasar un
tiempo en el poder y hacer un traspaso de sus atribuciones a los ministerios
correspondientes. Gutiérrez Müller cree que eso de las primeras damas “serán
reminiscencias de aristocracias pasadas”. “Qué sé yo”, declara en una
entrevista que concedió y nunca fue publicada y que ahora reproduce en el
libro. En ella declara que ya en la campaña electoral de 2018, ante un eventual
triunfo, se preguntó: “¿Yo qué soy en esta historia? ¿Cuáles son mis
imperativos éticos?”.
De aquellas preguntas y otras muchas que se han suscitado a
lo largo de estos años surge este libro cuyo titular podría llamar a engaño. No
es ni mucho menos un tratado feminista, ni una reflexión extensa y documentada
sobre un nuevo concepto, el feminismo silencioso. Algunas de sus
consideraciones, como bien reconoce, podrían incluso no ser del gusto de muchas
feministas. Cierto es que no se detiene a indagar sobre aspectos que
diferencian a hombres y mujeres en función de los roles atribuidos a ambos por
siglos, sino que en varias ocasiones los mete en el mismo saco del humanismo
sin mayores averiguaciones. En otras, deposita sobre la mujer una carga que,a
buen seguro también se haría excesiva para muchas feministas, respecto a los
cuidados y la importancia de los hijos, los padres o los familiares, aunque
plantea la necesidad de políticas públicas para aminorarla. “Pienso que la
maternidad es el mejor camino para llegar a ser mejores personas”, sostiene en
otro momento. “Por fortuna, en nuestro tiempo a ninguna mujer se le obliga a
tener hijos o no. Para mí es un regalo”, matiza después. Y declara que “haber
discriminalizado el aborto ha sido un paso de gigante” en México. El
libro no está exento de cierto misticismo, de arraigados valores católicos y
determinados pasajes resuenan como consejos de autoayuda. Si bien disuelve
estos aspectos con un barniz científico y laico.
Lo que llama feminismo silencioso nada más “quiere
significar que la mayoría de las mujeres, si no es que la totalidad, está a
favor de cualquier acción que contribuya a su bienestar, a su felicidad, a su
salud, y no tienen tiempo de expresarlo o no saben expresarlo”. “Tratan de
resolver sus pesares, dificultades, y viven sus logros y alegrías, los que
todos los seres humanos tenemos […] Yo mismo me considero una feminista
silenciosa”, afirma. El concepto que plantea, feminismo silencioso, quedaría
así despojado de su carácter de lucha colectiva para integrarse en una actitud
de bonhomía, voluntariosa e individual, aunque la autora agradece el activismo
compartido que otras desempeñaron décadas atrás para que todas tengan hoy los
derechos que se han ido ganando. Pero confía en el estoicismo personal. “Todas
las mexicanas somos robles”, ejemplificará. “Sabemos crear, criar y cuidar lo
creado y criado. Somos la tierra que germina la semilla. Somos el agua que
mueve los océanos. Somos el aire que despeja los montes. Somos el fuego que
arde”. El texto podría encuadrarse en
una suerte de ecofeminismo volcado en la madre tierra encarnada en
mujer. “Somos la resistencia silenciosa”.
La misma en la que se enmarca la autora. Una mujer que desde
el silencio ha querido dar ese ejemplo que considera feminista, quizá un
feminismo doméstico, porque en ocasiones se pregunta qué hacemos desde los
hogares para mejorar las condiciones de la mujer, su independencia económica,
su autoestima, su interés por seguir los estudios. La proclama de los años
sesenta del feminismo de raíz, “lo personal es político”, regresa de este modo,
al inicio de los argumentos, podrían quejarse las feministas. Aclara la
escritora, sin embargo, que no es experta en cuestiones de género, que el libro
es una reflexión desde “el aquí y el ahora”, desde el yo y las circunstancias
propias de un individuo, las que a ella le “ha tocado vivir”. Una experiencia
personal, pues, individual, a la que suma a millones de mexicanas resistentes y
anónimas que merecerían, dice, un monumento.
A falta de entrevistas para ahondar en las reflexiones que
vierte desde sus “circunstancias específicas”, se detecta cierta disconformidad
por la voz pública que ha tomado el movimiento de las mujeres en este tiempo.
“El excesivo protagonismo puede incluso desvirtuar la profunda razón de ser del
feminismo: la concientización sobre un sistema y una mirada al mundo que se
descoloca de lo justo; que no se detiene a ver que hay muchas cosas más
inaceptables, inadmisibles e indiscutibles”, por ejemplo un asesinato, dice.
Cierto, aunque sin
mencionar las miles de mujeres asesinadas cada año en México y en el
mundo, ella misma recomienda no centrarse en más de una o dos causas. El
feminismo bien puede ser una, habida cuenta de lo inaceptable, inadmisible e
indiscutible que es el machismo.
Acompañar públicamente el mandato de una persona elegida en
las urnas, supone, como dice, desempeñar un papel que seguramente sea más
ominoso para las mujeres que para los hombres en idéntica posición. Execra,
naturalmente, de quiénes se paran a mirar exclusivamente el peinado o el
vestido que luce la supuesta primera dama, algo que no les ocurre a ellos, que
pueden ejercer sin mayores contratiempos sus profesiones privadas y nadie
critica sus corbatas. Reprueba las decenas de solicitudes de información que
han llegado desde el
Instituto de Transparencia (INAI) a la universidad en la que trabaja,
preguntando por las clases que imparte, los seminarios que preside, el sueldo
que percibe y otras remuneraciones, que no han cambiado en estos años, asegura,
y entran dentro de un salario normal y corriente para sus funciones.
Es complejo estar al lado de la
persona más famosa y escrutada del país, máxime cuando no se han
pedido micrófonos ni cámaras. Por esa razón, Gutiérrez Müller reclama para ella
el silencio que precisa y elabora en numerosos párrafos el concepto de
transferencia, aplicado al traslado de personalidad, ideología, gustos e
intenciones que el público suele atribuir a quien está al lado de un
presidente. “El matrimonio no somos uno, somos dos conciencias, dos orígenes,
dos convergencias, dos singularidades son su propia historia que se vincularon desde
un universo ajeno al público (al menos en mi caso)”, aclara. Gutiérrez Müller
reivindica en estas páginas que ya están en las librerías su individualidad, su
personalidad única e intransferible, un cuarto propio. En el crepúsculo de la
vida pública, afirma con coraje: “He asumido las consecuencias de mis actos
siempre. En esta decisión no fallé a mis principios. A quien le gustó lo que
anuncié y la manera en que procedí, enhorabuena; a quien no, también”.
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