Directorio
miércoles, 14 de septiembre de 2016
El PRI se le rebela a Peña
Estrictamente Personal
RAYMUNDO RIVA PALACIO
Días antes de rendir su Cuarto Informe de Gobierno, el presidente Enrique Peña Nieto invitó a comer a los diputados del PRI y del Partido Verde a Los Pinos, en vísperas del inicio del periodo de sesiones, y aseguró que en 2018 entregaría la banda presidencial a un priista. Hubo sonrisas y aplausos, pero poca convicción. La figura del presidente se está pudriendo en el PRI desde hace tiempo y los brotes de rebelión cada vez son más extendidos. La palabra de Peña Nieto ha perdido credibilidad entre los priistas porque lo que les ha dicho ha resultado contrario a los hechos. Desconocen al Peña Nieto que conocieron en Toluca, cuando su palabra se transformaba en realidades.
Cada vez hay más priistas que ignoran su autoridad porque cada vez hay más priistas que comprueban que lo que ordena, no se cumple, o lo que compromete, no sale. Dos botones de muestra. Cuando renunció el líder del PRI, Manlio Fabio Beltrones, asintió que el gobierno tenía que estar más cerca del partido, pero impuso a Enrique Ochoa, un técnico ajeno al PRI, como su sustituto. Una semana le dijo a Virgilio Andrade que permaneciera en la Secretaría de la Función Pública hasta que nombrara a su sucesor, y días después el jefe de la Oficina de la Presidencia, Francisco Guzmán, le dijo que como había acordado con Peña Nieto, esperaba su renuncia al día siguiente. Para un político, la palabra es lo que más vale; quien no la tiene, no vale nada.
No fue siempre así. Temprano en su gobierno, Peña Nieto se reunió con el Comité Ejecutivo Nacional del PRI en Los Pinos, y les dijo que tendría una “sana cercanía” con su partido. Los priistas salieron contentos porque con eso se cerraba el ciclo desde que el presidente Ernesto Zedillo propuso, el 6 de febrero de 1995, que tendría una “sana distancia” –una frase acuñada por su secretario particular, Liébano Sáenz– con el partido que lo llevó al poder. Zedillo aseguró que no era su objetivo destruirlo, pero que no tendrían más privilegios y prerrogativas. Peña Nieto, con un discurso opuesto, lo ha venido destruyendo. Lo más dramático es que muy probablemente no se dé cuenta del daño que le causó al partido, a su gobierno y a él mismo al haber delegado el poder a su equipo compacto y permitirle que alejara a interlocutores ajenos a ellos.
El mejor ejemplo de la dislexia política del presidente se dio en una reunión de gabinete legal y ampliado después de las elecciones de gobernadores el 5 de junio, donde el PRI –si se suman los resultados de las elecciones federales en 2015– dejó de gobernar a 54 millones de mexicanos. Molesto por los resultados, gritó: “¿Qué no saben que soy priista?”. Sugirió que no habían hecho lo suficiente para mantener a las clientelas del PRI y se habían alejado de la ciudadanía. Para los priistas que fueron informados con detalle de esa reunión, fue una paradoja. Tras las elecciones de 2015, Peña Nieto nunca los recibió para escuchar su diagnóstico de los resultados y mantuvo, contra su opinión, que era un referéndum a sus reformas.
En 2016, las zonas petroleras votaron contra el PRI –el rechazo a la reforma energética–; en el sur los maestros apoyaron a Morena –el repudio a la reforma educativa–; en el norte respaldaron al PAN –por ir contra la reforma fiscal–; y una ventaja de casi 20 puntos en Aguascalientes se convirtió en apretada derrota para el PRI en la gubernatura por la iniciativa presidencial sobre matrimonios igualitarios que presentó en vísperas de la elección sin alertar a sus líderes que venía en camino. Tampoco los alertaron que a días de la elección aumentarían los energéticos. El castigo no fue sólo a los electores. Los gobernadores del PRI se quejaron sistemáticamente en la primera parte del gobierno de la opresión presupuestal y del maltrato recibido por el entonces secretario de Hacienda, Luis Videgaray.
Los gobernadores del PRI se quejaban de que Peña Nieto había privilegiado al gobernador de Puebla, el panista Rafael Moreno Valle, al perredista Arturo Núñez en Tabasco, y al jefe de Gobierno de la Ciudad de México, Miguel Ángel Mancera, por encima de ellos, y que habían tenido mejor relación con los presidentes panistas que con Peña Nieto. La tensión hizo que en dos comidas del presidente con gobernadores, que terminaron en borrachera, uno de ellos forcejeara y quisiera golpear a Aurelio Nuño, primer jefe de Oficina presidencial y hoy secretario de Educación, por la forma como, quien no tenía representación alguna, quería someterlos.
Gobernadores y diputados priistas han dejado de acudir a citas con secretarios de Estado y a eventos con el presidente, como resultado del alejamiento con Peña Nieto. El día que llegó Donald Trump a México, la coordinación de diputados del PRI en San Lázaro circuló un documento con la posición del gobierno para que la repitieran. Sólo unos cuántos salieron a dar la cara por el presidente. Dentro del PRI, Peña Nieto perdió consenso y el repudio contra él se incrementa. No ven que pueda conducir con éxito una contienda presidencial y que, en cambio, los puede hundir al tercer lugar. Perdió credibilidad, respeto y confianza entre los priistas. Peña Nieto aún no lo ve, pero en cada elección lo siente. La diferencia es que ahora la rebelión naciente prefiere amputarse al presidente que perder con él.
Twitter: @rivapa
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