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jueves, 9 de junio de 2016

Las ficheras sobreviven en la Ciudad de México

Los más escépticos afirman que el negocio dejó de ser rentable hace 20 años, pero que funciona gracias a la inercia de la soledad y el trabajo



¡¿Cuantos años tiene? Nadie sabe. Eso no se le pregunta a una dama. Menos a un bar. Los más escépticos afirman que el negocio dejó de ser rentable hace 20 años, pero que funciona gracias a la inercia de la soledad y el trabajo.

Afuera no hay mucha gente salvo el portero y alguna de las chicas que sale a fumar. El Barba Azul es un cabaret mítico en el corazón de la Colonia Obrera, a menos de diez minutos del centro de la Ciudad de México.

En la oscuridad del antro conviven y conversan algunas chicas lánguidas sobre la mesa, vestidas y maquilladas para la ocasión, celular en mano, revisando los mensajes mientras esperan a los clientes del lugar. Clientes que sientan varias chicas a su mesa y les invitan algo: beber, conversar, bailar. Todo tiene un precio claro, ya que es el sustento de esas mujeres y sus familias.

Las chicas, que las hay de todas las edades, aunque no sea necesario preguntarles cuántos años, no deben pagarle nada al bar por usarlo para trabajar. La Ley Contra la Trata de Personas eliminó al patrón como gestor del trabajo sexual y habilitó su ejercicio de manera independiente.

El bar gana con la barra y la puerta, y sobrevive gracias a que las chicas atraen a los clientes.



SER FICHERA
A Johana —que no se llama realmente así— el término no le ofende. Primas hermanas de las "rumberas" y sus sensuales espectáculos, esas que un día se cansaron de estar bailoteando frente a los ojos que las miraban hambrientos desde las mesas y se bajaron del escenario. Entonces inventaron un sistema en el que las mujeres no tocaban el dinero.

Los clientes entraban al bar y compraban fichas de valores y colores distintos que ofrecían a la dama en cuestión, como si fuera un casino. Ella aceptaría esas fichitas que le marcarían el epíteto —ficheras— y al final de la noche las cambiarían por el dinero que les correspondía.

Es un trabajo honrado, dice Johana, y aunque no se avergüenza, es algo que evita contarle a sus hijos. Su madre cubre el turno nocturno de una tienda de autoservicio y no se diga más.

¿Por qué no lo pueden saber sus hijos, si no le avergüenza su trabajo? Porque lo que pasa en el Barba Azul, en el Barba Azul se queda", cuenta.

El lugar tiene un escenario central en dónde las orquestas en vivo suenan todas las noches. Frente al escenario desfilan las parejas que se animan al baile o que lo pagan, más bien. Aunque no en todos los casos.

Del tiempo compartido brota el cariño y relaciones amorosas que se prenden y se apagan. Adrián, cliente, hincha el pecho cuando dice que "todos tenemos una congalera, todos los hombres somos congaleros".

Igual, los clientes cuentan que no dejarían a sus esposas por una de las trabajadoras del lugar y las chicas dicen que no dejarían el lugar por un cliente. Trato justo.

Otro, también cliente, dice que él no se enamora de una chica, que él se enferma por una chica. "Es imposible no enfermarse de celos cuando uno ve que otro hombre abraza y besa a la mujer de uno". Cuando la enfermedad se presenta, la mejor medicina es alejarse del lugar y dejar que la mujer trabaje, que haga su chamba.

Otras veces, como cuenta Janet, una se encariña con él y él un día desaparece, deja de venir, el contacto se pierde para siempre sin enterarse una de la razón. No tan parejo entonces.



Alrededor danzan el resto de los trabajadores de la noche, mayormente hombres acostumbrados a no ver a sus familias porque ellos viven de noche y duermen de día. Tampoco a los amigos, a los que ya no frecuentan casi. Como vive lejos, el mesero que cuenta esto, duerme muchas veces fuera de su casa ya que si no, no lograría conciliar más de tres o cuatro horas de sueño corrido, cortado por el transporte público.

Otros están concentrados en lograr reunir el dinero suficiente para comprarse casa, auto y otros lujos, que tampoco tendrán tiempo de utilizar. También están los que surfean la noche con alcohol y drogas y no logran sacar el dinero del mismo circuito. De la fiesta lo reciben, en la fiesta lo dejan.

A ellos también los protege el manto de silencio del que hablaba Johana, la necesaria complicidad de que lo que en el Barba Azul pasa, en el Barba Azul se queda. A fin de cuentas, parte de lo que se paga es el silencio y la discreción en este negocio.

Las ficheras son como novias de alquiler, con quienes sentarse a la mesa, conversar y coquetear a gusto. Achicar la soledad de las noches eternas. Tal vez la idea esté reforzada por las muñecas que cuelgan de las paredes y que escoltan la escalera de entrada y salida al salón de baile. Exhuberantes mujerotas de mentira cuelgan desnudas de las paredes. Las caras son algo siniestras, pero los cuerpos confundirán a más de uno. El mito dice que están hechas a semejanza de algunas de las ficheras míticas, o tal vez de las cabareteras de antaño.

Estas cabareteras tal vez no sean como aquellas, lo que sí se sabe es que han sido muchísimas las que han pasado por las mesas en los —casi, tampoco saben decir— 70 años de vida que lleva abierto. El negocio puede que no sea rentable pero existe, lo hace funcionar cierto machismo solapado, la tradición y la costumbre, el miedo a morir solo. La necesidad de comprensión más allá de la monogamia. Pero también lo sostiene la tenacidad de la madre que llega a casa después de trabajar toda la noche para preparar el desayuno de los hijos, llevarlos a la escuela privada que ella misma paga, dormir y volver a salir a trabajar bajo el cielo plomizo de la contaminada Ciudad de México.

asj

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