López Obrador aprovechará la violencia de la semana pasada y la incertidumbre que provocó, para presionar a una reforma constitucional en materia de seguridad.
‘Como anillo al dedo’
fue una de las frases más patéticas que ha pronunciado el presidente Andrés
Manuel López Obrador en su sexenio. La dijo en abril de 2020 al afirmar que la
pandemia del coronavirus y la crisis económica que detonó, ayudarían a afianzar
su proyecto contra la corrupción y la justicia. La realidad lo aplastó. La
doble crisis hará de su sexenio uno de los más mediocres en cuanto a
crecimiento en la historia de México, y si vemos los datos, hoy hay más
corrupción e injusticia. Memorable, empero, que el Presidente nunca diera un
paso para atrás. Dejó mejor que su ocurrencia se la llevara el viento, que
ahora regresa por otra puerta, planteada por sus propagandistas, para que la
crisis de violencia de la semana pasada le quede como anillo al dedo.
La violencia en decenas de municipios en varios estados del
centro y norte del país está siendo retóricamente acomodada por sus asesores
políticos y sus megáfonos para crear condiciones a fin de que, eventualmente,
López Obrador aproveche el espacio de maniobra y pueda convertir el fiasco de
su estrategia de seguridad en trampolín de objetivos políticos. El ensañamiento
criminal estalló en medio del debate sobre la integración de la Guardia
Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional, a contrapelo de la
Constitución, para que, en palabras del Presidente, puedan hacer bien su tarea
de seguridad pública.
El argumento carece de sustento de existir porque su premisa
es falsa. Por decisión del Presidente, desde el inicio de su gobierno no se
combate a la delincuencia organizada. De manera ingenua –o tramposa–, explicaba
que con programas sociales arrebataría reclutas a los grupos criminales y
reduciría la incidencia delictiva, lo que no ha sucedido. El argumento de que
combatir a criminales aumentaba la violencia, tampoco; no enfrentarlos sólo
produjo más homicidios dolosos. Su afirmación de la viabilidad de la pax
narca –cuando un cártel controla la plaza genera paz– también se ha caído
en pedazos, porque aun donde predomina un solo grupo –la sierra Tarahumara, por
ejemplo–, hay violencia.
Si bien el gobierno de Felipe Calderón fracasó en poner en
marcha la maquinaria social que acompañara a la policial-militar contra los
cárteles de las drogas, y nunca se pudieron capacitar y reforzar las policías
municipales por razones de desvío de recursos en esos niveles de gobiernos para
obras electorales, y el de Enrique Peña Nieto aceleró la descomposición
apoyando a un cártel para liquidar a otro en Michoacán sin combatir a la
delincuencia organizada en el resto del país durante casi tres años, el de
López Obrador ha profundizado lo peor de ambos y agudizado la crisis con sus
dichos, omisiones y complacencias.
En este contexto, es una tontería lo dicho por su
videógrafo, Epigmenio Ibarra, el sábado pasado, al sugerir que hay una colusión
entre “la derecha” –o sea, todos los que no piensan como López Obrador– y los
cárteles de las drogas para “destruir” al Presidente. No es la primera vez que
lo dice, pero ahora sus palabras tomaron mayor fuerza, en buena parte, porque
su exposición pública en la radio, en el programa de Ciro Gómez Leyva, le dio
el aparador para que muchos que no le prestaban atención antes, ahora escuchen
lo que dice, porque es la voz más incendiaria en medios a disposición de López
Obrador. Los señalamientos de Ibarra, que han sido criticados en medios y redes
desde el fin de semana, fueron acompañados por las cuentas afines a Palacio Nacional
o financiadas por el vocero presidencial, para magnificar esa proposición.
Sus palabras y la línea discursiva –que es original de él,
pero avalada por Palacio Nacional– no pasan la primera prueba de ácido. ¿Por
qué los narcos, que fueron todos enfrentados por “la derecha” –específicamente
Calderón, la obsesión de Ibarra–, se aliarían con esos grupos para destruir a
López Obrador que, en dichos y hechos, les ha dado carta de impunidad y les
regaló el país? Hay quien piense que esta afirmación es un exceso, pero no lo
es. El Ejército y la Guardia Nacional son mayoritariamente espectadores en la
primera fila de la violencia, porque sus instrucciones son las de no confrontar
ni molestar a los capos de la droga; para éstos un sexenio idílico.
Es cierto que se han dado enfrentamientos y detenciones,
pero pueden verse como circunstanciales, al no corresponder a una política de
Estado. Decirlo no es una especulación; es la palabra de López Obrador la que
la sostiene. Los golpes no han sido a la cabeza, porque esa es la instrucción
presidencial, y aunque conocen la zona donde se esconden los líderes de las dos
organizaciones criminales más importantes, Ismael El Mayo Zambada,
jefe del Cártel de Sinaloa, y Nemesio Oseguera, El Mencho, jefe
del Cártel Jalisco Nueva Generación, no ha habido operativos que busquen
su captura. Tampoco hay nada en curso sobre los hijos de Joaquín El Chapo Guzmán,
con cuya familia el Presidente ha tenido deferencias importantes.
¿De dónde sacan Ibarra y los adláteres de Palacio Nacional
su argumentación? De la necesidad de justificar la incompetencia e inacción del
gobierno de López Obrador y esconder el fracaso de la política de seguridad,
que será uno de los varios que definan históricamente su sexenio. Pero al mismo
tiempo, haya sido o no la intención original, esas afirmaciones refuerzan los
dichos maniqueos del Presidente sobre la necesidad de que se integre la Guardia
Nacional a la Defensa Nacional.
Es previsible que López Obrador aproveche la violencia de la
semana pasada y la incertidumbre que provocó, para presionar a una reforma
constitucional, a lo que no se debe caer en su trampa. Aun si la oposición le
regalara los cambios constitucionales, la violencia no se detendrá. Su
estrategia no es que eso se revierta, sino entregar progresivamente más poder a
un Ejército que cada vez se vuelve, paradójicamente, más vulnerable, sobre lo
que se escribirá en este espacio más adelante.
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