El 18 de julio de 1872, en sus sobrias habitaciones del ala norte de Palacio Nacional, murió el presidente constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, licenciado Benito Juárez García, víctima de una angina de pecho, según la mayoría de las versiones. Aquel caudillo civil se había convertido en el símbolo de la protección de las instituciones republicanas y del Estado de derecho —fundados en la Constitución de 1857—, así como de la defensa de nuestra soberanía frente a la agresión extranjera.
Triunfantes los ejércitos republicanos en 1867, Juárez había
dedicado los últimos cinco años de su vida a intentar consolidar la paz
arduamente conquistada y hacer efectivos los principios del liberalismo, los
cuales sostuvo con gran tenacidad. Así lo sorprendió la muerte, repentinamente,
al final de una jornada de trabajo, cuando tenía 66 años de edad.
Al amanecer del día siguiente, el trueno del cañón anunció a
los habitantes de la ciudad de México que se había apagado la luz de aquella
inteligencia que por tantos años guió a los mexicanos en la adversidad y en la
consolidación de la nacionalidad. El cadáver fue conducido al gran salón de
Palacio en cumplimiento de una vieja ley que sólo se había aplicado una vez
(existía un solo precedente de fallecimiento del presidente en funciones) y una
multitud desfiló para ver el cuerpo de aquel hombre tan admirado por unos como
aborrecido por otros.
Por mandato de ley tomó posesión del poder el licenciado
Sebastián Lerdo de Tejada, entonces presidente de la Suprema Corte de Justicia,
cuyo primer acto de gobierno consistió en decretar luto nacional por la muerte
del prócer.
El día 23 el cuerpo embalsamado fue conducido al panteón de
San Fernando por una escolta militar encabezada por los soldados del 1º
Batallón de Infantería, antes llamado Batallón Supremos Poderes, y que durante
la Segunda Intervención Francesa había acompañado al presidente Juárez en su
largo y accidentado peregrinar desde la capital hasta la frontera norte,
salvándole la vida en más de una ocasión. Además del solemne aparato militar,
el cortejo fue acompañado por una gran multitud.
Terminó el entierro y a las dos de la tarde de ese día sonó
el último de los cañonazos que desde el día 19 se habían disparado cada cuarto
de hora para anunciar a la República que había dejado de existir el tenaz
defensor de la nacionalidad mexicana.
“Muerte del presidente Benito Juárez” del autor Luis Arturo
Salmerón y se publicó íntegramente en la edición de Relatos
e Historias en México, núm. 47
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