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jueves, 27 de julio de 2017

Tláhuac; memoria histórica


En su artículo del 24 de julio, Jorge Fernández Menéndez consigna una referencia histórica hasta entonces en el olvido: el 23 de noviembre de 2004 se cometió un crimen colectivo en Tláhuac. Tres policías federales fueron linchados, dos murieron en el lugar. Novedad para la industria del espectáculo en el México de entonces, el atropello con toda su barbarie fue captado y difundido por la televisión en transmisión casi directa. Los videos pueden verse todavía en el inefable YouTube.

Lejos de ser columna policiaca para página roja, mis textos pretenden ir dando cuenta de lo que va sucediendo, siempre con el arte y la cultura como referentes, porque (Carlos Fuentes dixit) cualquier otro recurso para ello ha colapsado en México. De la referencia de Fernández Menéndez y de los acontecimientos a los que aludió se me apareció la pregunta que de por sí no es ninguna novedad: ¿existe en este país una cultura criminal? Es posible que la interrogante nazca del desaliento ante la falta de medios y explicaciones para justificar nuestra barbarie. Propuesto de manera específica: ¿el linchamiento de Tláhuac, hace 13 años, modificó usos y costumbres, códigos sociales, para hacer de la zona pueblo sin ley? Discutir esta posibilidad puede ser necesario si es útil para explicar lo que nos está pasando en todo el país, territorio incontenible de violencia y crimen, si en efecto esa es hoy nuestra cultura.

Más allá del olvido colectivo —aparente, defensivo, claro está— del linchamiento, puede proponerse que lo sucedido se haya quedado ahí, como si pasara a formar parte del patrimonio cultural de la región. Debo citar una brillante exposición del artista belga Francis Alÿs (Amberes, 1959), montada durante el verano de 2015 en el Museo Tamayo. Completamente inesperado, la muestra dedicó un espacio al crimen de Tláhuac, y, claro, al asombro trágico del artista ante lo sucedido y la indiferencia que lo ha rodeado siempre. De ahí se me pegó la hipótesis: ¿la impunidad es producto de la manera en que el Estado ha manejado la barbarie colectiva? Tal vez haya un Tláhuac impune, quizá esa impunidad no nació en noviembre de 2004, pero resulta difícil pensar que lo que ocurrió no trasmitió con claridad que ahí se podía hacer de todo. Recién nos damos cuenta de que han operado ahí grupos criminales, y como siempre sucede, las consideraciones vertidas por el gobierno de la ciudad por vía de sus órganos de justicia no son sino tonterías; verbigracia: ¿tienen estos grupos las dimensiones necesarias (con arreglo a vaya a saberse qué absurdo manual) para considerarlos cárteles? En una ciudad de crimen los gobernantes sólo se preocupan porque pueda hallárseles alguna responsabilidad. ¿El costo? Los votos, eso y nada más cuenta para un Estado rebasado.

La historia oficial dice que tres hombres fueron masacrados por una turba, que dos de ellos fueron quemados vivos, y que mientras todo eso sucedía, ni el entonces secretario de Seguridad Pública, Marcelo Ebrard, ni el entonces jefe de Gobierno, Andrés Manuel López Obrador, intervinieron para evitar el linchamiento, alegando que la policía no podía llegar hasta donde sí lo hizo la prensa. Esta aseveración es gratuita, pero yo creo que a los gobernantes los detuvo el posible costo en votos consecutivo al ejercicio de la autoridad. La historia narra acerca de imperios que fueron cayendo poco a poco, colonizados por invasores implacables. Sucede en Jalisco, en Michoacán, en el Triángulo Dorado, asiento de narcoterritorios, y hoy día hay ya una avanzada de invasores en la Ciudad de México, con Tláhuac como sede. Cualquier cosa menos el entendimiento de lo que nos está pasando a partir de la impunidad. Habría que recuperar, validar e interpretar los acontecimientos que puedan explicar el crimen de 2004. Ahí está Tláhuac, deuda histórica pendiente.

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