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jueves, 19 de noviembre de 2015

La reforma educativa: estigmas y fantasmas


Una nube de rumores ha envuelto desde 2012 a la reforma educativa.

Estos rumores han surgido espontáneamente, entre docentes sin suficiente información, o han sido propagados intencionalmente, por grupos y fuerzas políticas que se oponen, por principio, a dicha reforma.

Imposible negar que una reacción lógica ente el cambio sea el temor, la angustia, el escepticismo y el enojo. Particularmente los docentes de mayor edad y experiencia reaccionan adversamente ante la perspectiva de “ser evaluados” como lo propone la reforma y cuando intuyen que los cambios que se avecinan afectarán su estatus, sus derechos adquiridos e incluso, su permanencia en el trabajo.

Esta situación es paradójica y dramática ya que, en realidad, en el corazón de la actual reforma está la idea de darle una nueva dignidad (o la dignidad que nunca ha tenido) a la profesión docente; colocar el mérito como mecanismo para el ingreso, la promoción y el reconocimiento profesional; gratificar monetariamente a los maestros destacados; mejorar su preparación académica; dotarlos de más herramientas para un desempeño exitoso dentro del aula; crear medios para que todos los enseñantes del país reciban, continuamente, una formación que les ayude a actualizar sus conocimientos y destrezas y que, al mismo tiempo, les ayude a perfeccionar su desempeño en el aula. O sea, la reforma busca darle al maestro un papel central en el desarrollo educativo, apoyarlo académica y salarialmente, lo cual no supone, como algunos dicen, “culpar a los docentes de todo lo malo que existe en la educación nacional”.

Esa idea es totalmente absurda y no cabe en un proyecto que busca apoyar, nunca disminuir, a los profesores mexicanos. De la misma manera que es absurdo sostener que esta reforma busca “acabar con la educación pública” o “privatizarla”. Esta también es una falacia elaborada por mentes perversas o por personas que se oponen, por principio, a cualquier cambio introducido por el Estado.

El estigma que ha perseguido a esta transformación educativa proviene de la mala fama que tiene en las escuelas la evaluación. Pero no hay educación moderna alguna que no utilice la evaluación como herramienta para definir el estado actual de los conocimientos y las habilidades adquiridas, a fin de producir evidencias que den sustento a las subsecuentes acciones educativas.

Por otro lado, el fantasma de la evaluación se derrumba cuando leemos y analizamos los lineamientos definidos por el INEE para las distintas evaluaciones de profesores (ingreso, promoción, desempeño, etc.). Al hacerlo nos damos cuenta que lo que se evalúa es, precisamente, lo que los docentes hacen día con día en el salón de clases, a saber (este es un simple bosquejo del asunto): el dominio que tiene de las asignaturas que enseña, cómo planifica el profesor sus actividades, qué procedimientos didácticos utiliza, cómo crea ambientes de aprendizaje, la ética profesional que sustenta su trabajo y las relaciones que construye con los demás docentes y con los padres de familia. Nada del otro mundo. Se trata además de reflexionar y escribir, sobre la práctica que cada uno desarrolla en el aula y en la escuela. A nadie se obliga a hablar de temas sofisticados, teóricos, o alejados de la práctica diaria de los docentes y, en realidad, el evaluador guardará siempre gran respeto por dichas prácticas. En otras palabras, el miedo de los educadoreshacia la evaluación no se sostiene ante la evidencia de que lo que se busca es que el profesor se enfrente a sí mismo, en cuanto enseñante.

Desde luego, quien se opone, por principio (es decir, por convicción), a la reforma educativa jamás se convencerá de sus virtudes. Ante la fe y el dogmatismo cualquier acto de persuasión fracasa.

El autor es Integrante de la Junta de Gobierno del INEE. Sus opiniones son a título individual.

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