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miércoles, 3 de junio de 2015

Sabrá Dios

Nunca le tuvimos respeto al voto porque a los ciudadanos nunca nos dijeron cuál era la cotización de esa volátil moneda.

Por Félix Cortés Camarillo

Acabo de leer con cuidado el análisis de José Buendía Hegewisch sobre el proceso electoral, y me sigo preguntando en qué segmento del trayecto hacia la democracia, que no acaba de cristalizar, los mexicanos le perdimos el respeto al voto. Pepe asume que inauguramos ese respeto a raíz de la reforma de 1996, que habría iniciado el proceso que hoy llamamos pomposamente transición.
La respuesta es que nunca le tuvimos realmente respeto al voto porque a los ciudadanos —los que votamos— nunca nos dijeron cuál era la cotización de esa volátil moneda, como hoy nos bombardean a diario con el deterioro del peso mexicano en ventanilla.
Para los dinosaurios de nuestro sistema, los electores, una palabra de gran dignidad hasta en Estados Unidos, pero especialmente en la Europa medieval, somos simplemente individuos transportables sin costo real. Poco se dice de que en la misma norteamérica al presidente del país no lo eligen los que van a las urnas sino electores designados previamente, con votos de privilegio. Pero estábamos en el costo del voto que, según análisis de periodistas inquisitivos, es mucho más alto en México que en los países que son nuestros socios del comercio libre.
La devaluación de nuestros votos explica la principal deducción a la que la noche del domingo nos va a conducir la lluvia de números más o menos finales. El voto no vale nada. Algunos lo manifestarán anulándolo, otros simplemente se quedarán a beber las chelas después del partido ante un Brasil al que no le interesa el futbol mexicano. Pero, como dice el bolero que bien cantaba Almeida, uno no sabe nunca nada.
Lo único que debieran tomar en consideración los legisladores que se van y los que ya empiezan a presupuestar sus dietas por venir, es la inevitable Reforma Electoral que, por primera vez, haga que los mexicanos pensemos que nuestro voto tiene algún valor.
O algún peso.
PILÓN.- Seguramente al gobierno mexicano actual le importa un pito quién es su representante ante el gobierno del país más importante del mundo. Prueba de ello es que el puesto haya sido últimamente detentado por el hoy magistrado de la Suprema Corte, Eduardo Medina Mora, cuestionado exprocurador de la República. Como si fuera necesario ratificar esto, desde mediados de marzo la embajada mexicana en Washington está acéfala.
Para el gobierno de Estados Unidos las cosas no son evidentemente así. El presidente Barack Obama ha designado a Roberta Jacobson como la embajadora en México, sustituyendo al señor Wayne. La señora Jacobson es chucha cuerera en estos asuntos. Ha sido subsecretaria de Estado para el hemisferio nuestro, pero hizo larga carrera en el Departamento de Estado encargada de los temas de Cuba y América Latina. Presenció de cerca la manufactura del NAFTA y tuvo su bautizo de fuego en el exterior en la Lima de los tiempos de Sendero Luminoso.
Naturalmente, el canciller Meade Kuribreña ya expresó el beneplácito de su gobierno por la nominación de la señora Jacobson. Nada más eso faltaba.

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