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jueves, 11 de diciembre de 2014

Empresarios y gobierno: juntos a la mesa

En este contexto, pero también en el de la descomposición generada o inducida por los sucesos de Ayotzinapa, los grandes empresarios acuden a Los Pinos y de inmediato comienza a generarse cierta suspicacia

Sería tan exagerado como indeseable hablar de una ruptura pero la relación entre los empresarios que tienen voz —o sea la cúpula— y el gobierno de Peña Nieto no ha sido tersa

México, D. F.- Los agravios se han ido acumulando en la forma y en el fondo. Se repiten los reclamos empresariales por la falta de atención y de información que padecen. No han sido invitados habituales de Palacio Nacional y tampoco de la casa presidencial. Se han quejado de un gobierno que no les toma su parecer y los excluye de las decisiones.

A la falta de cuidado en las formas se suman los desacuerdos en el fondo. Los agravios se han venido acumulando. Comenzaron con el discurso inaugural de Peña Nieto en el que se avisaba de la intención del gobierno de afectar a ciertos monopolios y promover la competencia. Siguieron con la Ley de Amparo que acabó con el cómodo expediente de la suspensión del acto reclamado, la Ley de Telecomunicaciones, el fortalecimiento de la Comisión de Competencia, la autonomía del Instituto de Telecomunicaciones y algunas medidas en la reforma financiera. Culminó con la Reforma Fiscal y el Acuerdo de Certidumbre Fiscal a través del cual el gobierno quiso blindar los cambios impositivos. Además de la oposición generalizada al aumento en los impuestos y la disminución en la deducibilidad, en algunos sectores la molestia fue todavía mayor: telefonía, radiodifusión, minería, industria refresquera y alimenticia, entre otras.

Súmele a ello los consistentes y recurrentemente fallidos pronósticos económicos; el retraso en el gasto público (el “dinero no baja”), el incremento en la deuda pública, lo que los empresarios con razón llaman el gasto improductivo y una tasa de crecimiento por demás mediocre. No sorprende entonces que la molestia se haya convertido en abierto disgusto, preocupación e inquietud.

En este contexto, pero también en el de la descomposición generada o inducida por los sucesos de Ayotzinapa, los grandes empresarios acuden a Los Pinos y de inmediato comienza a generarse cierta suspicacia. Se habla del temor de que el Presidente recule de lo que al inicio de su sexenio fue leído como un intento de recuperación de la autonomía del Estado frente al poder real de los grandes empresarios que lo habían arrinconado, cuando no sometido. 

Dicen algunos que si los empresarios están enojados algo bien estará haciendo el gobierno. Esta idea no es necesariamente cierta. Menos aún en el caso particular de México. El “malestar de los empresarios” —justificado o injustificado— no contrasta con el “bienestar del pueblo”. Los salarios no han aumentado, el empleo no ha crecido, la informalidad no se ha reducido, la promesa de una disminución en los precios de los bienes y servicios no se ha concretado y, desde luego, la desigualdad no ha disminuido.

Aparentemente, en la reunión del 5 de diciembre el Presidente se comprometió a realizar ajustes al régimen fiscal para reactivar las inversiones y el consumo interno. No sé si el gobierno deba corregir su política fiscal que ha producido, según cifras oficiales, un aumento del 9% en la recaudación. Lo que sí sé es que esta recaudación no se ha traducido en mayor crecimiento, ni en mejores salarios ni en más inversión. Tampoco ha disminuido la desigualdad, ni en la riqueza ni en los ingresos.

Lo que también sé es que para tener una economía fuerte, las élites económica y política de un país deben sentarse a la mesa y juntas pactar el camino hacia la prosperidad. Pero eso requiere, ante todo, moderar las ambiciones de ambos sectores. De lo que debemos recelar no es de que los empresarios y los políticos acuerden sino del contenido de los acuerdos. Todo país tiene élites. La diferencia está en su comportamiento y en la distancia que guardan respecto a la sociedad en general. El problema de México es que el comportamiento de las élites ha sido por lo general abusivo y de contubernio y su distancia con la sociedad se ha hecho cada vez mayor. Juan Pardinas lo pone en claro cuando dice que la política se ha usado para hacer dinero que, a su vez, se ha usado para hacer política. Le faltó agregar que eso ocurre en todos los países y que el grado y la dimensión de este fenómeno importa. El límite es, o debe ser, el grado de desigualdad tolerable. El que prevalece en México no lo es.

El Presidente dijo en su discurso del 27 de noviembre que impondrá sanciones ejemplares a las empresas que sobornen a funcionarios del gobierno. El anuncio causó indignación, no porque no merezcan ser castigados quienes sobornen a los servidores públicos sino porque el buen juez por su casa empieza. El Presidente no puede anunciar que castigará a los empresarios y callar sobre el Grupo Higa y quien quiera del gobierno que se haya coludido con él.

En realidad es de celebrar que gobierno y empresarios se sienten juntos a la mesa. Ojalá lo hagan para acordar acciones conjuntas en lo que ambos han manifestado estar de acuerdo: la promoción del crecimiento y el alto a la corrupción. En ambos casos cuenta la oferta y la demanda.

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