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martes, 28 de mayo de 2013

Reformas políticas siguen siendo insuficientes

Treinta y seis años de reformas de fondo en materia político-electoral han perfeccionado el sistema democrático, pero aún hay pendientes

Una razón que explicaría la existencia de incontables reformas político-electorales es el continuo perfeccionamiento de la democracia mexicana

México, DF.- Las reformas de fondo tienen apenas 36 años de existencia, si se considera que antes de 1977 la organización de las elecciones estaba a cargo de los jefes políticos locales, los cuales dictaban con entera discrecionalidad las prácticas y reglas electorales, que eran a final de cuentas los medios para alcanzar el fin de dichas figuras caciquiles, es decir el poder.

Aun cuando las reformas comenzaron con la Revolución Mexicana, que recogió en la Constitución de 1917 el clamor de un sector específico de políticos sobre el “sufragio efectivo, no reelección”, la mayoría de reformas subsecuentes fueron confeccionadas para conservar un sistema de partido hegemónico, visible en cada elección presidencial, cuando se presentaba una sola oferta política.

Y fue hasta 1977 cuando se expidió la Ley de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (LOPPE), cuya principal virtud fue permitir el ingreso a la vida institucional de fuerzas políticas hasta ese momento ausentes y propiciar su representación en los órganos legislativos, con lo que cambió la naturaleza de los partidos políticos, al considerarlos entes de interés público y carácter nacional.

Una década después, en 1986, después de que las elecciones federales de 1982 se caracterizaron por reunir el mayor número de candidatos desde 1929 y porque la oposición obtuvo una cantidad de sufragios como nunca antes, se realiza una nueva reforma, que introduce el criterio de la representación proporcional en la integración del órgano electoral.

Así, para organizar las elecciones de 1988, el PRI contaba con 16 representantes, en tanto que los del Ejecutivo y el Legislativo, junto con los demás partidos, sumaban apenas 15 asientos en la Comisión Federal Electoral.

Además, la representación en la Cámara de Diputados pasa de 400 integrantes (300 de mayoría y 100 de representación proporcional) a 500 (300 de mayoría y 200 de representación), y se establece que ningún partido político pueda tener más de 350 diputados (70% de la Cámara), aun cuando haya obtenido un porcentaje de votos superior a ese porcentaje.

En 1989, tras las controvertidas elecciones de 1988, se emprende una nueva reforma constitucional, por cuyas virtudes se expide el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (Cofipe), el cual dio lugar a la creación del Instituto Federal Electoral (IFE) como un órgano autónomo y depositario de la autoridad electoral, aunque sujeto a los poderes Ejecutivo y Legislativo, responsables de organizar las elecciones, con la participación de partidos y ciudadanos. Su presidente era el secretario de Gobernación y estaba conformado, entre otras personas, por seis consejeros magistrados que debían ser personas sin filiación partidista.

También, como parte de esta reforma, se crean el padrón electoral y la credencial para votar con fotografía.

Durante 1993 y 1994 tienen lugar otras reformas, que básicamente modifican atribuciones y el funcionamiento del IFE, aumenta de seis a nueve el número de consejeros ciudadanos y se reafirma a nivel constitucional la ciudadanización del órgano electoral.

En lo que respecta al Congreso de la Unión, desaparece con la reforma de 1993 el principio de autocalificación legislativa (las elecciones de 1994 fueron las primeras en ser calificadas por el Tribunal Electoral federal y ya no por el mismo Congreso), aumenta el número de senadores de 64 a 128 y se fija como límite de representación política en la Cámara de Diputados un máximo de 315 legisladores (63%).

Hace siete años, en 1996, se concreta una nueva reforma, reconocida como la que otorgó justicia y equidad al sistema electoral mexicano, en razón de que se consolidan la autonomía e independencia del IFE al desligar, por completo, al Poder Ejecutivo de su integración y al reservar el voto dentro de los órganos de dirección exclusivamente a los consejeros ciudadanos, que además en adelante se denominarán consejeros electorales.

Otra reforma con menos impacto ocurre en 2002, y en ella se establecen las cuotas de género en las postulaciones de los partidos (no más de 70% de candidatos del mismo género).

Tres años después, en 2005, una nueva reforma incorpora el voto de los mexicanos residentes en el extranjero para la elección de Presidente de la República.
Una reforma más ocurrió en 2007 e introduce nuevas reglas, entre las cuales destaca la prohibición para contratar tiempos en los medios de comunicación para hacer propaganda durante las elecciones.

La última reforma en la materia tuvo su clímax en 2012, después de ser propuesta en 2009. El nuevo texto constitucional aprobado por el Congreso en abril contempla las candidaturas independientes, lo que significa que los ciudadanos pueden postularse a puestos de elección popular sin tener que ser parte de un partido político. Además, la reforma prevé que el acto de toma de protesta del presidente electo se pueda llevar a cabo tanto en el Palacio Legislativo de San Lázaro como en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, lo que permitiría al mandatario asumir el poder en situaciones de crisis.

Después de tantas y tan continuas reformas, muchos analistas se han preguntado si realmente éstas han hecho que los ciudadanos confíen más en las instituciones y en los políticos y autoridades.

Al parecer ni los mismos políticos parecen convencidos de haber llegado al clímax en el desarrollo del sistema democrático mexicano, puesto que persiguen más cambios, algunos en función de sus particulares intereses.

Lo cierto es que muchos coinciden en que el sistema político aún adolece de la reelección continua de legisladores, de una posible segunda vuelta electoral y, sobre todo, de una definición clara de los alcances de las autoridades en la coyuntura de una jornada electoral.

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